De las clases de zumba.
Tengo la misma gracia y soltura que un oso grizzly bailando tap. Quizá menos.
En mis años mozos bailé hawaiano, y por supuesto lo dejé en cuanto la adolescencia me entró con todo y consideré que era buena idea llevarle la contra a mi madre, quien en incontables ocasiones me pidió que lo pensara, que no echara por la borda los 10 años que llevaba bailando y que estaban a punto de convertirme en maestra a los 12.
No escuché. Dejé el hawaiano justo en la edad en la que se forma la cintura, y la penitencia que he llevado en mi castigo ha sido vivir sin poder encontrarla, incluso años después.
En fin... La historia de hoy no es del hawaiano sino de la clase de zumba. Un espacio en donde la única presencia masculina es la del maestro, y en donde cada que termina una coreografía todas voltean a verse sonriendo, sudorosas, cómplices de un paso que nadie agarró pero que a todas nos causó risa y bochorno.
Esta NO es la clase de jazz. Aquí la gracia es lo de menos y ya casi todas estamos lo bastante maduritas como para competir por ver quién lo hace más chido. Con trabajos puede una intentar imitar el timing del maestro, ya no digamos el ritmo.
"Fiuuuu, fiuuu", nos chifla el profesor, y acto seguido pregunta "¿Cómo están, chicas?", y todas contestan a coro "Bieeeeeeen", mientras yo comprendo perfectamente por qué últimamente prefiero los deportes solitarios e individualistas como nadar o correr.
Suena "Despacito" y sonrío porque ahora sí la pista es mía y de mi gracia nula, y porque sé que me urge salir de ahí para meterme a la alberca. Lo cierto es que ya no sé ni bailar en equipo, pero hoy lo he pasado bien en la clase de zumba a la que no volveré.
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