Sobre despedirse a distancia.

El texto a continuación se escribió a cuentagotas. Lo escribí para Amélie y para mí, para nuestra despedida y para mi memoria. Advierto que es largo y no es para todo público. Son frases a libre escritura que se se fueron construyendo al aire desde que estaba en Chicago y que llegaron a su fin aquí en mi nueva realidad. Así también es un texto a libre lectura. Que lo lea quien guste, que lo termine quien pueda, y, sobretodo, que lo entienda quien tenga con qué.

 

Si usted no es partidario del pensamiento mágico y considera que la muerte de un perro es irrelevante por ser “sólo un perro”, le sugiero detener aquí su lectura. Un perrito querido nunca es “sólo un perro”; es el pedazo de vida que se lleva con él, los momentos compartidos, la compañía incondicional y el amor ídem. Los perritos queridos, sin importar el tamaño, dejan una ausencia que es millones de veces más grande que ellos. 

 

Lo que escribiré a continuación es un testimonio de un cierre de año emocionalmente sísmico, que tuvo un ensayo general previo y que me llevó a tumbos a las puertas del 2024.

 

Volví de recorrer el Camino de Santiago en octubre del 2023. Al regresar escribí en Instagram algo como “Física y mentalmente han sido los 11 días más retadores hasta hoy…”. Pero la vida en su eterno y un tanto macabro hold my beer me tenía preparados otros ocho con características similares y a tan sólo dos meses de distancia. Aquellos días de octubre en completa soledad, sorteando mi mente, mis emociones, mi cansancio y todos los factores externos sólo habían sido la preparación para lo que pasaría en diciembre. 

 

Durante el Camino lloré varias veces, pero justo el último día, al llegar a Santiago, había podido controlarme hasta que al entrar a la ciudad lo primero que vi fue la fotografía de un bulldog francés afuera de una veterinaria y reventé. Sé que algo dentro de mí ya lo intuía desde hace años. El reloj había empezado su cuenta atrás desde que Amélie cumplió diez porque ese es el promedio de vida de un perrito de su raza. Como el miedo empezó a carcomerme desde entonces, sin importar si era un viaje largo o corto, siempre le pedía que me esperara. Literalmente le agarraba los cachetes, que no eran pocos, y le decía “no te vayas a morir. Me esperas, eh”. Ella sólo me miraba con esos ojos a los que no les faltaba boca para hablar.

 

A pesar de ese miedo, ahora que miro todas sus fotos me doy cuenta que en realidad nunca noté cuánto había envejecido la Gordichini en tan solo dos años. Más allá de sus evidentes canas, se había hecho viejita ante mis ojos y con el contrastante hecho de que su energía fue la misma durante sus casi doce años. Esto y mi negación a dejarla ir quizá hicieron que no viera lo que hoy me parece evidente. 

 

El 2023 fue desafiante en muchos sentidos. Jamás diré que fue malo pero sin duda implicó sacar fuerzas que no sabía que tenía. Económicamente me dio mucho más trabajo y mucha menos remuneración que otros años. Los proyectos parecían no concretarse y el agua me llegó al cuello varias veces. Aquello me obligó a tomar decisiones y echar mano de recursos que estaban destinados a usarse en el futuro, pero si algo aprendí en 2023 es que no hay futuro más importante que el siguiente minuto. Emocionalmente, el año pasado giró en espiral y me llevó de regreso a lugares e historias que habían quedado pendientes. Después de un breve intercambio de correos, una mañana de diciembre finalmente volteé hacia la puerta del restaurante Los Canarios de Insurgentes queriendo encontrarme para por fin darme cuenta de que ya no estaba ahí. Comprobé que tengo un corazón congruente pero también corroboré quién soy ahora, quién ya no podré ser nunca más y por fin pude despedirme.

 

Poco después de haber regresado del Camino decidí que no quería pasar en México navidad, Año Nuevo y mi cumpleaños. Lo decidí con una mano atrás y otra adelante porque el presupuesto estaba como estuvo todo el año, así que empecé a buscar opciones. Fue así como encontré Housesitters America, un programa en el que a cambio de cuidar a la mascota y la casa de algún desconocido puedes viajar a diferentes lugares de Estados Unidos. Inicié mi búsqueda pensando en las fechas mencionadas y buscando conocer algún lugar nuevo. Para noviembre ya había perdido toda esperanza. Lo que hasta entonces había encontrado en los anuncios eran invitaciones para cuidar pericos, gatos o tres perros en Kansas, Nebraska o cualquier otro lugar igual de atractivo. 

 

Pero finalmente, el 22 noviembre, Greg me encontró a mí. Greg y Karen viven en Chicago con Macy, una schnauzer miniatura de 13 años de edad. Al enterarse que yo también tenía una viejita se interesaron en mi perfil y comenzó todo. Por motivos que todavía no me explico no sólo me ofrecían justo las fechas que quería, del 25 de diciembre al 6 de enero, sino que además mandaron fotografías de un departamento hermoso, enorme y ubicado justo en el centro de Chicago; una ciudad que estaba en mis lista de pendientes. Para ambas partes era la primera experiencia en HSA y todo parecía como mandado a hacer. Varios chats y dos videollamadas después Greg y Karen confirmaron que yo sería su housesitter.

 

Acá comenzaron también los preparativos. A pesar de lo cercano de la fecha y de que claramente era temporada alta, encontré un boleto de avión a muy buen precio y a meses sin intereses. Pedí permiso en mi trabajo para tomar mis llamadas desde allá y no hubo un solo “pero”. En mi mente, la mitad de mi día se iría en trabajar y el resto en conocer Chicago. Considerando las limitaciones económicas de las que ya hablé, tenía planeado comprar una buena despensa y comer en casa lo más posible. Hasta me emocionaba cocinar teniendo de fondo aquellos ventanales. Todo fluyó casi, casi que mágicamente pero prefiero no empezar tan temprano con las cursilerías.

 

Mis fechas favoritas del año son justamente Año Nuevo y mi cumpleaños. La primera me pone melancólica, me da por agradecer y recapitular. La segunda hasta hace poco me parecía el pretexto perfecto para juntar a mis más queridos y festejar sin importar en qué día de la semana cayera. Funcionó por años hasta que en medio de la pandemia descubrí que pasarlo sola también tenía mucho encanto. Mis dos fechas favoritas del año tienen un significado profundo para mí y por supuesto que Amélie decidió irse entre ambas; su huellita permanente en mi memoria.

 

Que alguien se muera entre el 1º y el 31 de diciembre me parece una enorme falta de respeto a las emociones de los que se quedan. Quien me conoce muy probablemente me haya escuchado decir que debería estar prohibido. Para cuando llegó diciembre del 2023 ya tenía pensado mi tuit para cerrar el año. Iba a decir algo como “2023: Fuiste rudo pero repuntaste de formas increíbles a partir de octubre”, y claro que me lo imaginaba con fuegos artificiales de fondo. Que al mundo le quedara claro que había estado complejo pero se había sobrevivido. Para ese momento ya daba por hecho que diciembre nos daba inmunidad y que ya todos los que me importaban la habían librado un año más. 

 

Llegué a Chicago la mañana del 25 de diciembre. Digamos que ya llevaba el corazón un tanto pesado porque un día antes me había quedado claro que la navidad y la familia no siempre se llevan, pero estaba muy emocionada por lo que venía. Más me emocioné cuando llegué al edificio de los Minter con puerta giratoria, portero, más de quince pisos y de verdad cerca de todo lo importante. Me sentía fucking Kate Winslet en El Descanso. El portero que me recibió ese día era Tyrone. Un hombre mayor, amante del blues, del jazz y de la conversación. No olviden su nombre.

 

Al abrir la puerta del departamento Macy, que sólo ve con un ojito y no escucha nada, me recibió ladrando desconfiada. Unos cariñitos después ya éramos amigas y bastaron cinco minutos de mirar a mí alrededor para sentirme afortunada, agradecida y un tanto orgullosa de mi arrojo y locura de irme a meter a la casa de quién sabe quién, en un lugar en donde no conocía nada ni a nadie y con 120 dólares en efectivo en la bolsa. Algo que hago frecuentemente es darme cuenta de lo que hice hasta que ya estoy metida hasta los codos en algo que probablemente no haría ninguna persona que conozco. Qué más daba todo, en aquella casa prestada había todo lo que yo necesitaba para pasar los doce días que tenía por delante; perrito incluido.

 

Entre el 25 y el 29 compré todas las entradas para lo que me interesaba ver: el acuario, el Instituto de Arte, el Museo de Escritores, dos miradores, las luces navideñas del zoológico y hasta un boleto de cine para ver Poor Things el 1º de enero en el que mi plan mental indicaba eso y después echarme a ver películas y comer todo el día. Todo quirúrgicamente planeado y acomodado por días. Mis lugares favoritos fueron justamente el Instituto de Arte y el Museo de Escritores; a ambos lugares fui entre el 26 y el 29. Lo que iba a suceder todavía me dio oportunidad de disfrutar lo que más iba a gustarme de Chicago y luego me dejó vivir mi duelo con toda la fuerza posible, pero con la necesidad de levantarme porque además de tener que cuidar de Macy, ya todo lo que había planeado estaba pagado.

 

El 26 por la mañana recibí un correo en donde me explicaban que se habían equivocado al haberme autorizado trabajar a distancia. Al parecer compliance me prohibía trabajar desde Estados Unidos sin tener permiso de trabajo. Ahora tenía que llenar unas cuatro horas del día con algo más que no implicara mucho gasto porque además aquello iba a reducir considerablemente el presupuesto. El trabajo, que siempre me ha permitido distraerme cuando lo necesito, ya no iba a ser opción.

 

Más adelante, Macy, que tuvo a bien despertarme diario a ladridos a eso de las 4:30 am para sacarla al balcón sin importar si estaba helando o no, me daría una rutina y un motivo para levantarme durante ocho días en los que por mí me habría quedado bajo las cobijas. Macy me obligó a seguir cuidando de un perrito y de paso me dejó claro que así sería la vida por acá de ahora en adelante. Ya no íbamos a ser tres y me dieron días para ensayarlo, para que al volver esa misma fuerza pudiera usarla para enfrentar la ausencia, el silencio sin ronquiditos y la necesidad de hacer fuerte a una Gabba que semanas después sigue pareciendo preguntarse cuándo vendrá la Gordi. No la juzgo, a mí también me pasa a veces.

 

El 29 por la tarde, justo cuando empezaba a acomodarme tanto y tan bien que reabrí Bumble, y mientras platicaba ya por Whatsapp con uno de esos entes con los que uno hace match, recibí un mensaje de Ale, quien ha cuidado a mis perritas desde siempre y que la primera vez recibió a Amélie cuando tenía sólo tres años. En aquel texto me contaba que la Gordita estaba rara, que había estado vomitando y que él prefería que la viera su veterinario. Hablamos de un 29 de diciembre, yo no estaba ni segura de que su veterinario estuviera en México. En ese momento me alarmé poco. Lo que me decía Ale no era algo poco común en Amélie pero igual le llamé a Omar. Me comentó que había una epidemia de Bordetella (prácticamente tos de perro) y le recetó unas medicinas. Después de mandárselas a Ale le pasé también el teléfono de Omar y le pedí que nos avisara a ambos si había algún cambio. Unas tres horas después, el mensaje de Ale sumaba que Amélie no estaba respirando bien. Le hice una videollamada y me solté a llorar. La escena era ella, respirando con dificultad, parada, y Gabba dándole besos en los ojos. La impotencia se hizo gigante. En ese momento caí en cuenta de lo lejos que estaba.

 

Le llamé a Omar y me dijo que Ale ya le había llamado primero y que había que llevar a Amélie al hospital. Me preguntó si alguien podía ir por ella y se me cerró el mundo. Las únicas personas en la que pensé también estaban de viaje. Y es que no sólo se trataba de ir y llevarla al hospital, también necesitaba que alguien pagara todo eso por mí. Hoy, ya con calma, sé que pude haber llamado a otras personas, pero en ese momento lo que tenía era prisa y desesperación, y eso nunca combina con la claridad. No recuerdo bien la plática pero sé que en algún punto le dije a Omar “Por favor ayúdame”. Él, que venía de dormir a otro perrito y de no dormir en días, bajó desde Santa Fé hasta la Narvarte y llevó a la Gordita a un hospital en Miguel Ángel de Quevedo en donde se quedó con ella hasta las 3 de la mañana. Tampoco estoy segura pero creo que ese día no le avisé a nadie más que a América, que estuvo siempre ahí sin importar distancia ni huso horario. Creo que tenía miedo de decirlo y abrir así las posibilidades de que sucediera lo que más temía. El ente de Bumble, que fue el único que se enteró en tiempo real al disculparme por la tardanza en responder e intentar explicar lo que pasaba, tuvo el detallazo de decirme que no me pusiera así, que era sólo un perro. Pase directo al block.

 

Finalmente, después de que le hicieron estudios y la revisaron, Omar me llamó y me dio un porcentaje en el que Amélie tenía 30% de probabilidades de lograrlo. Uno de sus pulmones estaba completamente colapsado y el otro muy comprometido; no ayudaban ni su edad ni su nariz, pero había que esperar las horribles y llenas de incertidumbre 24 horas. La mañana del 30 empecé a avisarles a algunas personas. A Lore, mi socia, no tuve que avisarle porque su olfato de siempre la llevó a hacerme una videollamada sin saber nada. Al Phocco, que vive a cuadras del hospital, le pedí que fuera a verla y me hiciera una videollamada desde ahí. Antes de verla en video me mandó una foto y supe claramente lo que iba a pasar. Mi Amélie, que en doce años se había enfermado poco, tirándole a nada, estaba acostada en una jaulita, con más canas que cuando la dejé, tapada con una cobija, con una especie de vaso con oxígeno en el hocico y completamente inmóvil. Por video le pedí, ya sin poder controlarme nada, que por favor me esperara, creo que hasta le dije que se portara bien. La llamé varias veces por su nombre y por su apodo sin que pudiera ver respuesta alguna. Le pedí al Phocco que acercara más el teléfono porque además la Gordi ya escuchaba poco. Nada. Esa fue la última vez que la vi y jamás tendré con qué agradecérselo a él.

 

Omar, Alex y el Phocco, fueron los que la acompañaron en su último camino. De no haber sido por ellos no sé qué hubiera hecho además de volverme loca de desesperación. Para ese momento ya sólo podía pensar en volver a México inmediatamente, pero la mañana del 30 hubo una ligera mejoría y decidimos esperar a la del 31. No llegó. A eso de las 10.30 pm, Omar me llamó para decirme que había tenido un paro cardiorrespiratorio y que únicamente un 2% de los perritos que pasaban por eso lograban sobrevivir a la reanimación. Era el momento. La Gordita se estaba yendo sin mí. Quince eternos minutos de reanimación después, Omar me llamó para hacer realidad uno de mis miedos más grandes. Le llamé a Octavio con quien hablaba minutos antes y me rompí en pedazos. Le llamé a Dalia y a Daniel y Mycho, y a partir de ese momento me desconecté de mí misma. Sé que mandé mensajes pero no he querido ni leer a quién ni qué escribí; estaba completamente fuera de mí. Ese dolor físico que deja el corazón roto es clarísimo. Sobra explicarlo aquí porque quienes lo han sentido saben perfectamente de qué hablo y los que no sólo lo entenderán cuando les suceda. A partir de esa noche, ese dolor se me instaló en todo el cuerpo. 

 

Los días que duelen pasan muy raro, como si el cuerpo entrara en un shut down forzoso o un coma inducído que extrañamente te permite seguir despierto pero completamente ausente. El despertar de los días que duelen es muy parecido porque los primeros segundos uno siente que nada ha cambiado, que la vida seguirá siendo la misma, pero toma un respiro más darse cuenta de que no es así, y entonces el golpe en el pecho, el peso.

 

El 31 por la mañana me tomó un rato salir de mi cuarto. Dentro de él las cortinas eran una especie de black out que no me permitían ver hacia afuera. Venía hablando por teléfono con mi tío Güero cuando lo que me recibió en los ventanales de la sala y cocina fue una nevada. La única que vi durante mi estancia, porque el 3 de enero y el día que volvía a México sólo hubo una especie de aguanieve. Minutos antes, Daniel me había escrito que le pidiera una señal a la Gordita y nada me pareció más claro. Me ahogué en llanto mientras mi tío intentaba consolarme.

 

No recuerdo bien qué hice del 30 de diciembre al 3 de enero. Sé que dormí y comí poco, pero deambulé mucho. Me convertí en un alma en pena que a ratos hablaba con los cercanos más por mensaje que por voz, y que vivió este dolor en el silencio pertinente y sin la distracción máxima que siempre me da mantenerme ocupada. Me quedé sin trabajo, me quedé sin mi Gordita y me quedé sin nada que me permitiera olvidarlo por un momento. Impresionante la forma en la que el cuerpo entra en modo supervivencia ante lo que yo llamária un evento Kryptonitico. Para poner la cereza en el pastel, el clima helado de Chicago y los días que terminaban a las 4 de la tarde que comenzaba a oscurecer.

 

Recuerdo, por ejemplo, que el 31 por la noche me arrastré a ver los fuegos artificiales. Sé que me perdí y terminé caminando con tres homeless a los que les dije que me llamaba Cecilia y que al despedirse me gritaron “Happy New Year, Cecilia”. Sé también que los fuegos artificiales me explotaron en el pecho. Invariablemente siento ganas de llorar en la cuenta atrás pero esta vez había llorado tanto antes, que no hubo ni una lágrima durante el conteo.  Fui porque quería verlos en un intento muy personal por homenajearla y despedirla desde lejos.

 

En México, ese mismo 31, Dalia fue la encargada de despedir a Amélie de cerca. Ella fue realmente la última que la vio, ya sin vida, pero la vio. La acarició y le dijo cuánto la había amado, le dio las gracias. Se lo pedí una noche antes casi sin poder hablar, y ella, que siempre es fuerte como un roble, se quebró como nunca antes la había visto. Lloramos juntas esa noche y aquella mañana. Me dijo que se veía en paz, como dormidita. Ante las circunstancias los pequeños consuelos se maximizan. Otro agradecimiento que nunca tendré con qué pagar.

 

No quiero hacer una lista de todas las personas que estuvieron presentes a su muy personal manera. No quiero que se me olvide nadie. Ahora sí que ustedes saben quiénes son. A este texto le faltan muchos nombres, todos importantes, y agradezco todas las muestras de cercanía porque ninguna fue pequeña. Hay gente que ni si quiera tenía tan cerca antes de que esto pasara y sin planearlo se fortaleció el lazo. Los duelos te hacen descubrir, revalorar y reconsiderar afectos e importancias.

 

Cada quien hace lo que puede, por eso la compasión es siempre la respuesta; ante la culpa, la compasión; ante el dolor propio y ajeno, la compasión; ante el que no sabe qué hacer, la compasión; ante todo, la compasión por uno y por el otro. El duelo es siempre un camino personalísimo en el que caminas como en un desfile que solamente tú entiendes pero en el que, si eres afortunado, habrá personas a los lados para darte la fuerza de no parar.

 

Aprendí mucho de mí y de los míos. La distancia a la que nos mantenemos del dolor ajeno siempre tiene que ver con los duelos propios. La gente se divide en los que pueden acompañar a su manera, los que pueden acompañar muy de cerca y los que simplemente no pueden. No hay reglas establecidas, cada quien se acerca tanto como lo permite su propia historia. Todo se vale, pero no todo sirve. Como muchos, y ante la ausencia presencial, busqué contención y consuelo en redes. Me resultó mal. Fue tan abrumador que salí corriendo. Eso sin contar un par de comentarios fuera de lugar a los que uno termina exponiéndose al exponerse. También aprendí que la sobreexposición genera superficialidad.

 

El 2 de enero, intentando nuevamente distraerme, me arrastré a un bar de jazz. Casualmente terminé sentada en la barra con un chico que también iba solo y que cumplía 23 años ese día, uno antes que yo. De mi otro lado estaba sentada una pareja que desapareció después de invitarnos una cerveza al otro cumpleañero y a mí. Todo raro, todo entre sueños.

 

Mi cumpleaños intenté hacerlo feliz y fue desolador. Fui a comer al lugar que había planeado pero pronto decidí volver a la casa que no era mi casa porque tampoco se trataba de andar dando lástimas. El 3 de enero, el día que cumplí 44, toqué fondo. Después de llegar al límite de la culpa y la autoflagelación, de hacer millones de búsquedas en Google intentando buscar respuestas, de escribirle a Omar y pedirle que me explicara todo, llegué a mi propio límite y exploté para después caer en una momentánea y aparente calma. Me tomó tiempo entender y aceptar que con mover una sola pieza, todo lo que pasa en la vida podría haberse evitado, lo bueno y lo malo. Pero al final todo es lo que es y como debe ser, una sucesión de hechos. Lo que tiene que suceder pasará más allá de los deseos y el entendimiento.

 

No recuerdo ningún cumpleaños en muchos en los que me haya mantenido tan callada. Me mantuve en silencio en un dolor que me estaba comiendo por dentro. Los primeros círculos brillaron en fosforescente. Aquellos que se hicieron presentes lo hicieron a su tiempo y a su manera y con eso bastó. Eso también me enseñó a de aquí en adelante economizar mi energía y mis esfuerzos. 

 

No hay nada que nos vuelva más monotematicos que algo que duele profundo. Quizá por eso ha pasado casi un mes y yo sigo hablando de lo mismo a la menor provocación. Pero un mes después entiendo mucho más. Sé que Amélie se fue cuando quiso y mientras yo hacía lo que más amo. Se fue dejándome en rutina y mandando mensajes al por mayor. Se fue conmigo lejos porque sabía que despedirnos sería tan innecesario como imposible. Se fue cuando finalmente pude irme yo. Creo que sabía bien que si esto hubiera pasado hace dos o tres años, yo no habría sabido cómo unir mis pedazos. Se fue poniendo el broche de oro a un ciclo largo, que nadie vivió de principio a fin como ella, y, sobre todo, se fue dejándome del otro lado. Su cierre fue doloroso y al mismo tiempo tan espectacular que pareció planeado.

 

A quien ha preguntado por ella todavía no he podido decirle que murió. Sólo puedo decir “ya no está” y enseguida siento cómo se me hunde el estómago. Los despertares y los sábados por la mañana siguen siendo lo más difícil. No hay manera de explicar con palabras la falta enorme que me hace ni la carita con la que Gabba olfatea su cama y todavía la busca. Atestiguar ese dolor también ha tenido lo suyo. Tras estos días de tanta claridad y tanta limpieza, lo que más tengo claro es que Amélie me amaba tanto como yo a ella y que durante años ambas fueron mi casa y mi lugar seguro. Era momento de pasarle la estafeta sólo a Gabba. Después de como pasó todo, tengo muchas pruebas y ninguna duda. 

 

El primer abrazo lo recibí de un desconocido, Tayrone, el portero del edificio. Yo le regalé unos chocolates para darle las gracias por sus atenciones y él me abrazó al despedirnos. Fue hasta ese momento que noté cuanto me urgía la cercanía. Luego volví a México y todo fue un poquito mejor. Hubo que enfrentar todo lo que viene después de la ausencia, pero eso ya lo hice en compañía. Lo bonito es que estando lejos y sola nunca me sentí al cien así. Siempre hubo algo, siempre hubo alguien.

 

Por motivos de distancia tengo en mi WhatsApp y en mi carrete de imágenes un último video de Amélie y sus últimas fotografías en el hospital. Pocos las han visto y las verán. Por ahora yo misma no puedo verlas ni borrarlas todavía porque ese es el recuerdo del Camino que la Gordita siguió para poder irse, un camino que no pude atestiguar en vivo pero que la tecnología me dio la oportunidad de seguir a kilómetros. Ahí y en mi memoria quedan esas imágenes y esos larguísimos ocho días. Estoy segura de que llegará el momento en el que pueda mantener en mi mente sólo los miles de recuerdos que no se van a ir nunca, como el día que sólo iba a conocerla y salimos caminando juntas.

 




Amélie.

Marzo 2012 – Diciembre 2023

Comentarios

  1. Me movió mucho tu texto. Espero que el tiempo ayude en el duelo. Te mando un fuerte abrazo Gonsen.

    Juan Carlos

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  2. Mejor estar “sola” y que igual te descubras bien acompañada, que lo opuesto. Ahora AstroAmélie te sobrevuela a cada instante. Te abrazo, Chingui. Te acompaño.

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  3. Dios tiene formas tan raras de manifestarse y no todos tienen la dicha de vivirlo. Mi hermanita lo vivió con usted, y usted con ella.
    Le mando el más cálido y afectuoso de mis abrazos.

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Chocolates!

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Verónica Gsm
Fanática de la utopía y cursi de clóset. Nómada. Creo en lo que no cree casi nadie y desconfío de aquello en lo que creen muchos. Mi alter ego se llama Violetta. Nunca me he enamorado a medias; me enamoro o no y cualquiera de las dos, se me nota. Algo Facebookera pero muy Twittera. Me gustan las historias ajenas y las frases sueltas. No corro, no grito y no empujo. Terca como mula y aferrada como capricornio. Cuando el mundo se me enreda, camino y si se me pone muy de cabeza, tomo una maleta y me voy a dar el rol. Tengo adicción por los mensajes de texto y/o las visitas inesperadas a deshoras de la noche; por NY, por San Cris, por los "chick flicks", por los libros de Angeles Mastretta y por los chocolates con mazapán de Sanborns. De vez en cuando practico el autoboicot. Escribir es el saco que me cobija y a veces ese saco le queda a alguien más.

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