De La Humilde Opinión.

Estoy en proceso de adoptar la costumbre de tomar la bici los domingos y echarme el paseo ciclista completito sola, el cual incluye unos 35 km y unas 1,000 calorías que no quemo ni nadando dos horas a la velocidad que me da este cuerpecito de 1.60 metros. Hacer esto antes de empezar la semana me relaja, me reconecta y me permite pensar en todo y nada. Se parece mucho a viajar sola, pero en versión express.

Este domingo volví a hacerlo. Una hora después de salir de casa estaba llegando a La Villa y tomando mi foto triunfante, que minutos después bien pudo convertirse en una imagen antes de la “tragedia”. Pero hasta ese momento todo estaba en orden; el clima, el ritmo, las calorías, el estado de ánimo, la música en mi audífono. 

 

Cuando acababa de pasar la Fundación Mier y Pesado, un edificio que el tiempo dejó ahí intacto y en medio del caos, venía a la buena velocidad que la Calzada de los Misterios lo permite, venía también haciendo planes con un trabajo que todavía ni me dan. En eso me distraje por un segundo para mirar mi reloj. En ese mismo segundo, un repartidor decidió pararse en seco en medio del camino y sucedió lo que sucede siempre que se combinan la imprudencia y la distracción. Recuerdo verlo ya muy cerca, él detenido y yo rapidito. Quise esquivarlo, pero ya estaba escrito y no pude más que cerrar los ojos. Salí volando. Caí de lado y sentí el golpe seco en las costillas del lado derecho y mi frente chocó con el pavimento. Creo que a él también lo tiré. Me quedé ahí sentada comprobando que todo estuviera en su lugar. Me toqué la frente buscando sangre, pero sólo había sido el golpazo. Aparentemente traemos buen calcio. También me dolía la mano. Pensé en la próxima boda tan importante para mí y para la que faltan sólo semanas. Pensé “¿A quién le aviso?” y pensé también en la cantidad de veces que en las llamadas he tenido que preguntar por los contactos de emergencia de un paciente. Viajar sola también hace importante tener esto muy claro.

 

Para ese momento ya se habían juntado varias personas: el repartidor, un señor que pasaba caminando y varias ciclistas, todas mujeres. El repartidor se disculpaba mientras me explicaba que se había detenido a leer un mensaje. “Pues oríllate, por favor” le dije todavía con la amabilidad que me provocó verle la cara de susto que traía. “Te frenaste en seco”, le decía el transeúnte y él repartidor respondía que lo sabía, que ya se había disculpado. Yo seguía en el piso intentando acomodar las piezas y el sustote.

 

Creo que visualmente mi vuelo por los aires fue más aparatoso de lo que se sintió porque inmediatamente después de comprobar que estaba entera y en plena conciencia, quienes nos rodeaban, claramente con la intención de ayudar, empezaron a opinar. “¿Quieres que llamemos a una ambulancia?” “¿Le hablamos a alguien?” “Estos golpes no salen luego, luego” “Siéntate allá” “Vete a tu casa en Uber” “No te vuelvas a subir a la bici” “Mejor sí súbete ahorita que el golpe está caliente” “Sóbate la cara, ahí recibiste todo” “Yo me he caído muchas veces” “haz esto, haz aquello”. Yo los miraba, escuchando a todos estos desconocidos un poco desde lejos. De pronto todo me resultó tan abrumador, que no pude más que soltarme a llorar. “Estoy bien. Es el susto”, les dije mientras todos me miraban.

 

Comprobé algo que platicaba hace solo unas semanas con unos amigos: casi todos tenemos la necesidad imperiosa de decirle al otro qué hacer y cómo hacerlo, casi siempre basados en nuestra propia experiencia. Un día antes, una querida amiga me había escrito para contarme que alguien cercano le había sugerido dejar de hacer lo que más ama hacer en la vida porque ÉL considera que no está funcionando. La tumbó. Recibir muchas opiniones abruma, pero una sola opinión de alguien cercano puede ser devastadora.

 

Opinar sin que se te pida puede ser agresivo, pero quizá el golpe sería más ligero si aceptáramos que esto es algo que no va a parar nunca, y que ya sea por una u otra razón, que puede ir desde las buenas intenciones hasta la frustración propia, a la hora de emitir la “humilde opinión” no siempre se está pensando en el otro. Teniendo esto en cuenta, quizá sería importante aprender a hacerse de oídos sordos, a formar una especie de coladera mental y emocional que permita el paso solo de aquello que nos parece realmente útil en ese momento y al resto capotearlo, dejarlo pasar.

 

Finalmente, y después de sentarme cinco minutos con el repartidor custodiando mi salud mental y física, tomé mi bici a la que con el golpe se le había zafado la cadena y comencé a caminar por la misma avenida. Un señor mecánico que aparentemente busca almas ciclistas en desgracia cada domingo, bajó de su propia bicicleta y arregló la mía mientras a mí se me seguían escurriendo unos lagrimones involuntarios. 

 

Volví a subirme, y a pedalear. 

Comentarios

  1. Hermana de mi corazón, apenas leí el relato. No tengo opinión, no podría tenerla cuando no soy ni capaz de subirme a una bici…….. Lo único que espero, es que sepas que siempre siempre siempre, no importa hora ni lugar, puedes llamarme y saldré corriendo aunque sea con chamaco cargando. Que bueno que estás bien. Te quiero

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Verónica Gsm
Fanática de la utopía y cursi de clóset. Nómada. Creo en lo que no cree casi nadie y desconfío de aquello en lo que creen muchos. Mi alter ego se llama Violetta. Nunca me he enamorado a medias; me enamoro o no y cualquiera de las dos, se me nota. Algo Facebookera pero muy Twittera. Me gustan las historias ajenas y las frases sueltas. No corro, no grito y no empujo. Terca como mula y aferrada como capricornio. Cuando el mundo se me enreda, camino y si se me pone muy de cabeza, tomo una maleta y me voy a dar el rol. Tengo adicción por los mensajes de texto y/o las visitas inesperadas a deshoras de la noche; por NY, por San Cris, por los "chick flicks", por los libros de Angeles Mastretta y por los chocolates con mazapán de Sanborns. De vez en cuando practico el autoboicot. Escribir es el saco que me cobija y a veces ese saco le queda a alguien más.

Fologüers.