Cuernavaca.
No había manejado la carretera a Cuernavaca desde aquella noche del 2017. En aquella ocasión me llevaba una emoción tal, que poco me importó la posibilidad de que el GonsenMovil - mi fiel corcel año 2000 - me dejara tirada en cualquier lugar entre Tlalpan y la Av. Emiliano Zapata; no pasó (jamás me dejó tirada en ningún lado).
Sólo tres personas sabían mi destino aquel día. Uno de ellos, el involucrado y otros dos, los cómplices. No había miedo, había un montón de adrenalina recorriéndome la piel. Habían pasado meses; pero esa... es otra historia.
Este sábado volví a cruzar los límites de la ciudad, acelerando como la enferma mental que puedo ser al volante, cantando a gritos muchas cosas que no me atrevería a mencionar en público y cargada con un montón de recuerdos que se acentuaron cuando el evento que me llevó hacia allá en esta ocasión, terminó siendo muy cerca de aquel lugar al que a los 18, 19 y 20 años volví religiosamente cada fin de semana sólo por el deporte extremo de sentir mi corazón adolescente latir acelerado. Sentí mucha nostalgia por mí, por él y por mi concepto tan equivocado; pero también sentí mucha paz y alegría de haber podido poner a prueba y en práctica mis propias teorías. Esa... también es otra historia.
Conclusión: Cuernavaca de mis amores.
El timing es siempre perfecto. Ante las puertas de un cierre inminente, después de la casi predecible caída del ídolo, era necesario volver a recorrer La Pera para recoger mis propios pedacitos en cada kilómetro.
Estamos hechos de parteaguas, de los riesgos que tomamos y de las consecuencias de estos, y cada uno de ellos nos forma y conforma.
He querido a pocos pero he querido mucho, con todo; desde la hipodermis hasta la epidermis. Jamás he escatimado cuando de poner la carne en el asador se trata. Apuesto todo mi resto hasta quedarme sin fichas. Mi terapeuta anterior decía que algo tengo de kamikaze y durante mucho tiempo pensé que estaba mal. No está mal, sólo tuve que aprender cuándo poner freno, aunque con ello se me patine la vida entera. Fuera de eso, sigo siendo la misma loca que maneja sola una carretera en medio de la noche o que se pone los jeans sobre la pijama para salir corriendo hacia cierto destino que me haga bailar los nervios.
Sigo siendo la misma, excepto que ahora logro ver los finales y no por eso avanzo con más tiento. Camino, avanzo, respiro, noto el ritmo de mis propios pasos y entonces volteo a mi alrededor. Sigo siendo la misma, sólo que ahora, cuando noto que ya no hay nadie corriendo a mi lado, cambio de rumbo, ya no regreso camino atrás.
Después de tantas carreteras, de tantas historias, uno sí aprende. Que gran viaje ha sido este. Qué gran viaje el del sábado pasado, el de aquel 2017, el momentáneo viaje a 1998 con su parte práctica en el último año. Pero sobre todo, que increíble ha sido poder acelerar ya siempre hacia adelante.
Andiamo!
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