Amélie, 10.
2012 significó para mí el año en el que por fin tuve varias cosas que eran únicamente mías, empezando por un lugar en donde vivir. Tras dos intentos fallidos de adoptar gatos decidí que todo estaba puesto para cumplir mi sueño infantil, era momento de tener un perro. Durante un viaje a Estados Unidos compré una correa azul que traía impresas todas las estaciones del metro de Nueva York. Todavía no tenía el perro, pero con esa compra estaba firmando el contrato; se iba a tener.
En la inocencia de mejores tiempos en redes sociales se me ocurrió publicar en Facebook que buscaba comprar un cachorro. Sobra hablar de la retahíla de regaños que recibí bajo el estandarte del “Adopta, no compres”, el cual es importante decir que apoyo totalmente, pero mi mala experiencia con la adopción de los dos mininos me había llevado a decidir algo distinto.
Corría agosto cuando uno de mis tíos llamó para decirme que una conocida tenía una cachorrita bulldog francés que había nacido en marzo. Yo sólo iba a conocerla y a ver si había química. Apenas abrieron la puerta del patio, aquella cosa rechoncha y orejona salió corriendo hacia mí. Me enamoré perdidamente. Ese mismo día salimos caminando juntas, y en ama y señora del cliché la nombré Amélie. Igual es bien sabido que a los perros se les pone nombre solo para la placa y uno les acaba diciendo de otras diversas maneras. En este caso, la perrita de nombre francés también se llama Gorda, Gordita, Gordichini, Foca, Ame, Amelia, y más.
Hemos caminado juntas casi 10 años. Viajes, mudanzas, un gato, otra perrita, amores, desamores, una pandemia, buenos y malos tiempos. La carga emocional que los perros acumulan en sus cuerpecitos es enorme, por eso duele tanto cuando ya no están. No importa qué esté pasando en la vida de sus humanos, los perritos siempre te recibirán con la misma emoción que la primera vez. Jamás tendría el atrevimiento de compararlo con tener un hijo, pero el nivel de compañía y amor incondicional que pueden darte es una cosa que yo desconocía hasta aquel verano, entre otros motivos suficientes para rebatir a Francisco.
Aunque ya tiene canas, Amélie conserva la energía de cuando era cachorra. Le gustan las albercas y el mar. Ha viajado en avión y en autobús. Ama las pelotas y básicamente cualquier juguete, pero los peluches son su loca pasión. No la despierta la Alerta Sísmica pero sí el olor de una mandarina. Tiene los gases más lacrimógenos y ronca fuerte y claro. Caminando por la calle ha recibido lo mismo un “ay, qué linda” que un “ay, qué feíta”; a ella no le importa, camina siempre con ímpetu, como si tuviera que llegar urgentemente a todos lados. Eso sí, el que se acerque a acariciarla será siempre bien recibido. Todavía tiene su correa azul porque aun sin conocernos, ese fue nuestro primer acuerdo.
¿Aquí donde le doy FAV, Miss?
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